miércoles, 8 de abril de 2015

TEMA 5 LOCURA EN LAS TRINCHERAS

Lo llamaron síndrome del corazón del soldado, shock de las trincheras, neurosis de combate, fatiga de batalla… Aunque se identifica por primera vez en la Guerra de Secesión americana, el tema del soldado loco por culpa del pánico es tan antiguo como el mundo, tan viejo como la guerra.
Hipócrates habló de las pesadillas de los soldados y Heródoto descubrió ciertos síntomas similares entre los supervivientes que habían participado en la batalla de Maratón. En los Tercios de Flandes durante la Guerra de los Treinta años se sufrieron casos de incapacidad emocional entre los soldados y ya en ese siglo los médicos sospechaban que determinadas reacciones no se debían a heridas físicas. Rusia, en la guerra contra Japón, apenas estrenado el atroz siglo XX, fue el primer país en enviar médicos psiquiatras al frente. Pero, ¿qué ocurrió en la Gran Guerra para que la demencia del soldado se considerara uno de los problemas más graves del ejército?
Recordemos la 'sorpresa' que recibieron los soldados de Ypres cuando descubrieron que la nube azulada que se acercaba hacia ellos les quemaba los pulmones y los volvía ciegos. Entonces comenzaron a utilizarse las máscaras antigás.
Repasando viejas fotografías y grabaciones de la época realizadas en algunos hospitales del frente se asiste a todo un tratado del horror: soldados que han perdido el habla, otros que se mueven entre espasmos, algunos que sorprenden con una inquietante mirada vacía que se llamó de las mil yardas, es decir, la distancia aproximada de la trinchera al enemigo. De alguna forma, la Gran Guerra fue el conflicto que cambió el diagnóstico sobre puede afectar un trauma a la razón y, en particular, en situaciones bélicas extremas.
Un laboratorio de devastación
Era lógico. En ninguna guerra como en ésta habían sido ingresados tantos soldados que en apariencia no estaban heridos pero que eran incapaces de continuar luchando. Fue el resultado de una guerra que sorprendió a todos los que participaron en ella. Tanto los soldados como los altos mandos tenían en mente las guerras anteriores que se resolvían en enfrentamientos frente a frente en campos de batalla y donde además se conocían los efectos de las armas y cañones. Sin embargo, este conflicto devastador se podría considerar como la primera guerra moderna, el laboratorio en el que se ensaya el armamento moderno que se pondrá en práctica en la guerra siguiente: la Segunda Guerra Mundial. Cruel paradoja que todos los avances técnicos y científicos del siglo XIX, la centuria del progreso y la modernidad, sirvieran para el desarrollo de las máquinas de matar.
Es la guerra de la metralleta y su vértigo veloz de muerte, del carro de combate, de la guerra submarina y aérea o de los gases tóxicos. Sólo habría que recordar la 'sorpresa' que recibieron los soldados de Ypres cuando descubrieron que la nube azulada que se acercaba hacia ellos les quemaba los pulmones y los volvía ciegos. Fue entonces cuando comenzaron a utilizarse las máscaras antigás, pero sólo después del shock de esos primeros asaltos.
Invitación al suicidio
Las razones de la neurosis de combate habría que explicarlas por las particularidades que imponía esta guerra con sus nuevos disfraces de muerte. Los soldados no se enfrentaban físicamente al enemigo sino queaguardaban en la trinchera como conejos asustados dentro de una madriguera, a la espera de que llegara el fusil o el obús que los destrozaba literalmente o que lo hacía con el que luchaba al lado. Muchos soldados afectados por el shock de trinchera ('shell shock') se quedaban inmóviles sin poder reaccionar al ver que el compañero se convertía en una mezcla informe de fango y sangre. Y auténtico pavor se desataba en el momento en que sonaba el silbato que ordenaba que había que saltar de la trinchera y salir a la tierra de nadie mientras el enemigo lanzaba sus proyectiles contra todo lo que se moviera. Era toda una invitación al suicidio por la más que probable posibilidad de ser alcanzado por alguna de las miles de balas lanzadas desde el otro bando.
Muchas jornadas resistiendo en estas condiciones llevó a que los combatientes perdieran la razón. No podían dormir y si lo hacían era entre continuas pesadillas no peores que las de la realidad de forma que era imposible diferenciar lo vivido de lo soñado.
Reconstrucción facial de un soldado en el Hospital Militar Rey Jorge, 1916-1917 
Al comienzo de la guerra los cuadros neuróticos de pérdida del habla, trastorno del sueño, convulsiones musculares, inexplicables espasmos faciales, ceguera histérica y otras afecciones no fueron considerados como patologías. Primero se creyó que era consecuencia del ruido de las explosiones e interpretado como simple fatiga de combate, pero los síntomas fueron empeorando conforme la guerra se estancaba sin solución y el campo de batalla se convertía en una trituradora de jóvenes que morían sin sentido.
Psicoanálisis y otras terapias
Muchos soldados que padecieron el trauma de guerra fueron acusados y degradados por el alto mando por supuesta falta de valor en el frente y se achacó su reacción a la cobardía y la ausencia de patriotismo. Se dieron incluso casos en los que los soldados sufrieron consejos de guerra al considerar que sólo fingían para abandonar el frente. Y algunos fueron fusilados al creer que sólo disimulaban un caso evidente de deserción.
Sin embargo, la influencia del psicoanálisis ayudó a cambiar la interpretación ante esta particular locura de guerra. De hecho, a partir de entonces el tema del soldado con neurosis de guerra dio para muchos argumentos cinematográficos, por ejemplo, con la repercusión en los combatientes norteamericanos en la guerra de Vietnam.
Así se envió a psiquiatras al frente y se realizaron terapias para tratar a los enfermos, sobre todo, los polémicos tratamientos con electroshock que en ocasiones afectaron aún más a los pacientes. Es curioso pero muchos de aquellos soldados sanaron tras la que puede considerarse la terapia más efectiva: el alejamiento del frente o el fin de la guerra. Este conflictorevolucionó el tratamiento psiquiátrico de los soldados que se transformó por completo tal y como se demostró poco después en la siguiente guerra y en todas las que que siguieron.
Al comienzo de la guerra los cuadros neuróticos de pérdida del habla, trastorno del sueño, convulsiones musculares, inexplicables espasmos faciales, ceguera histérica y otras afecciones no fueron considerados como patologías
Pero la Gran Guerra no sólo afectó a la mente. También supuso un gran cambio para la medicina que tuvo que enfrentarse a nuevas heridas de guerra que ya no se limitaban a los 'clásicos' casos de disparo o cañonazo. No hay más que volver al arte para comprobar esta página de horrores. Los cuadros de Grosz o de Otto Dix con los inválidos de guerra que juegan a las cartas demuestran una de las iconografías más macabras que mostró este desastre: rostros sin nariz o mandíbula, cojos o mancos, con el cráneo deformado. Y la película 'Johnny cogió su fusil', con el soldado convertido en un tronco vivo, sin piernas ni brazos, ciego y sin posibilidad de hablar confirma la dificultad extrema que supuso para los médicos la llegada de estos heridos.
Las calles se llenaron de mutilados de guerra y también de desfigurados como no se había visto nunca. Rostros sin ojos, sin nariz, sin orejas o mandíbulas, con trozos metálicos que sustituían al cráneo formaban parte de esta galería pavorosa que resultó de la guerra. Soldados convertidos en monstruos andantes que también sufrieron trastorno a causa del rechazo provocado por su presencia física.
Las esquirlas metálicas provocaban heridas terribles en el rostro y solían infectarse con facilidad. Esto llevó a algunos médicos a intentar osados experimentos que en algunos casos fracasaron y en otros condujeron a un importante avance en campos como la cirugía estética. Ocurrió con el doctor Harold Gillies que creó una unidad para reparar rostros desfigurados de soldados británicos en un hospital en Sidcup, al este de Londres.
Uno de sus exitosos casos fue la reconstrucción de la cara del teniente William Spreckley, que había perdido la nariz. El cirujano realizó una técnica novedosa extrayendo cartílago de las costillas del paciente y creando un colgajo para reconstruir la nariz. Sin embargo, otros casos terminaron con la muerte del herido a causa de infecciones ya que se trataba de complejas cirugías que se hicieron antes del descubrimiento de los antibióticos.
Las situaciones extremas de la guerra hizo que los médicos tuvieran que improvisar e idear operaciones de urgencia con los mínimos medios. Y también propició avances como la creación de bancos de sangre para hacer transfusiones en el mismo frente. El capitán norteamericano Oswald Robertson fue el primero en crear un banco de sangre en el frente occidental en el que se almacenaba y se utilizaba citrato de sodio para prevenir la coagulación.
El tratamiento de heridas para evitar infecciones antes de que se descubrieran antibióticos fue otro de los grandes avances. Así, se experimentó con antisépticos en heridas abiertas como hicieron con el hipoclorito de sodio los doctores Alexis Carrel y Henry Dankin.
El particular ambiente de la guerra de trincheras trajo también curiosas enfermedades que afectaron a las tropas. Los grandes periodos en los que los soldados debían permanecer en estos agujeros normalmente anegados por la lluvia sucia, con el calzado mojado en charcos llenos de fango, ratas y restos de cuerpos en descomposición provocó el desarrollo del llamado pie de trinchera. Era una dolorosa enfermedad fúngica que si no se trataba, podía derivar en una gangrena. Literalmente el pie del soldado se pudría lo que conllevaba a la mutilación del miembro.
A causa de la suciedad y el detritus en las trincheras los soldados sufrían además plagas de piojos. Como medida higiénica los soldados se aplicaban cresol, aunque les abrasaba la piel, o bien se volvían la guerrera del revés para despistar a los piojos y los huevos que alojaban al refugio caliente del cuerpo. Junto a las ratas, los piojos fueron una de las obsesiones de los combatientes en las trincheras. Además, el piojo fue el responsable de otra de las enfermedades de la Primera Guerra Mundial: la fiebre de trinchera. Los soldados sufrían fiebre alta, dolor de cabeza y, sobre todo, en las piernas, concretamente en las espinillas. La convalecencia duraba un mes o más y suponía la retirada del frente durante esos días hasta el hospital de combate más cercano.
Si con el armisticio en 1918 se calcula que habían fallecido millones de personas, una epidemia provocó millones de muertes en una Europa que no se había recuperado del horror. La gripe de 1918 terminó de diezmar a la población.
Sin embargo, y en otra más de las burlas macabras que tuvo esta guerra, la peor enfermedad apareció al final de esta pesadilla. Si con el armisticio en 1918 se calcula que habían fallecido millones de personas, una epidemia provocó millones de muertes en una Europa que no se había recuperado del horror. La gripe de 1918 terminó de diezmar a la población europea en un epílogo que subrayó el apocalipsis que sin duda sufrió el continente a causa de la guerra.
No se puede considerar que la pandemia de gripe fuera un resultado directo de la guerra, pero sin duda las condiciones insalubres en las que había quedado Europa provocaron el desarrollo y virulencia de la enfermedad. La gripe también se denominó gripe española porque fue en la prensa española donde se abordó sin censuras, a causa de la neutralidad del país en el conflicto. Por esa razón, se creyó que se había originado en España. 
Como casi siempre los vientos sucios de la guerra, a pesar de su poder devastador, provocaron un inesperado avance en algunos campos. Desde luego la medicina y la psiquiatría no fueran las mismas después de este conflicto.


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