La vida de los campesinos, es decir de la mayoría de la
población europea, era sumamente austera. Los hombres vestían un faldón, una
especie de chaleco forrado de conejo (que para los más ricos era de gato), y un
sombrero de tela. Las mujeres vestían dos túnicas superpuestas y un manto. Para
trabajar usaban muy pocas herramientas de hierro, pues la gran mayoría de sus
utensilios eran de madera. Los campesinos escarbaban la tierra con arados
provistos de una reja de madera endurecida al fuego. El rendimiento de la
tierra era muy bajo.
La comida era escasa: algunas hierbas, granos y caza pequeña,
y una hogaza de pan que se atesoraba. Los trabajadores estaban aplastados por
el peso enorme de un pequeño sector de explotadores —guerreros y eclesiásticos—
que se quedaban con casi toda la producción agrícola.
El pueblo vivía temiendo
el mañana. La posibilidad de sufrir hambrunas era común, debido a una mala
cosecha, que a veces se acumulaban e implicaban dos o tres años de mal comer.
Los pobres de la Edad Media temían sobre todo al hambre. Este miedo permanente
está en la raíz de la sacralización del pan, de ahí que la súplica al Dios
cristiano rece: “Danos el pan de cada día.”
Sin
embargo, a pesar de la escasez de bienes y comida, en el duro mundo medieval no
existía el desamparo total. Las relaciones de solidaridad y de fraternidad
hacían posible que se redistribuyera la exigua riqueza, y con ello se
aseguraban la supervivencia de los más pobres
La sociedad medieval era una
sociedad de solidaridad porque la pobreza era la suerte común. Prevalecía el
sentimiento de estar eternamente acompañado, porque los seres humanos vivían de
forma gregaria.
Más de una familia habitaba una misma casa, varios dormían en
un mismo lecho. En el interior de las casas no había paredes verdaderas, sólo
colgaduras.
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