Fíjate en esa imagen. Claramente muestra a un hombre de la tripulación del barco de la izquierda disparando fuego contra el barco de la derecha.
Es una ilustración que aparece en el Skylitzes Matritensis, un manuscrito de la "Sinopsis de la historia" de Juan Escilitzes, que abarca los reinados de los emperadores bizantinos desde la muerte de Nicéforo I en 811 hasta la deposición de Miguel IV en 1057.
El de la izquierda es un barco bizantino y el ataque es contra Tomás el Eslavo, un comandante militar que lideró una revuelta contra el emperador Miguel II, quien reinó de 820 a 829.
A la incendiaria arma la llamaban "fuego griego".
¿Qué era?
En pocas palabras, era un arma química. Y Tomás el Eslavo no fue el primero en sentir su ardor.
El empleo de materiales incendiarios en la guerra es de larga data.
Varios escritores de la antigüedad hablan de flechas encendidas, braseros de fuego y de sustancias como nafta, azufre y carbón.
Más tarde, se empezaron a usar el salitre y la trementina.
Al resultado de esas mezclas los Cruzados le llamaban "fuego griego" o "fuego salvaje".
Por la descripción de sus efectos, se piensa que debía tener petróleo, probablemente nafta, un aceite crudo ligero altamente inflamable.
También se cree que contenía otro elemento que se usaba en la época: resina de pino.
Las historias cuentan que la sustancia se pegaba a la piel o la ropa y resulta que la resina de pino es pegajosa. Además, habría hecho que la mezcla ardiera por más tiempo y a más alta temperatura.
Al parecer, las llamas sólo se podían apagar con orina, arena y vinagre.
Y decimos "debía" y "al parecer" porque aunque se sabe que existió, el arte de componer la mezcla fue un secreto tan bien guardado -de hecho era un secreto de Estado que debías llevarte a tu tumba- que su composición precisa se perdió con el tiempo.
Lo que se sabe
Las historias sobre el fuego griego son tan fabulosas que bordean el terreno de la ficción pero sabemos que su efecto era devastador: una vez encendida, la misteriosa solución era capaz de engullir un barco y su tripulación en cuestión de minutos.
Calínico de Heliópolis, un refugiado judío en el Imperio Bizantino, fue quien "inventó el arte de proyectar fuego líquido" durante el mandato de Constantino IV (668-685).
La sustancia se podía lanzar con cubos, granadas o disparar a través de tubos; espontáneamente se prendía en llamas que no se podían extinguir con agua.
Es más, ardía sobre el agua.
Y el hecho de que lo pudieran lanzar valiéndose -irónicamente- de la tecnología que los romanos utilizaban para apagar incendios -bombas de aire manuales- implicaba que la feroz mezcla podía viajar encendida hasta donde estaba su objetivo a la manera de un lanzallamas moderno.
Con esos artilugios montados en las proas, los barcos griegos causaron estragos a la flota árabe que atacó Constantinopla en 673.
El fuego griego también fue empleado más adelante por Leo III el Isaurio contra un ataque árabe en 717 y por Romano I Lecapeno contra una flota rusa en el siglo X.
Tan poderosa era esta arma, especialmente en el mar, que hay quienes la citan como una de las principales razones por las que el Imperio Bizantino logró mantenerse durante tanto tiempo a pesar de tener tantos enemigos.
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